terça-feira, 12 de julho de 2011


Le miro, mientras duerme a mi lado en la cama, y pienso en el tiempo que hemos pasado lejos, separados, todo ese tiempo en que ni nos hemos llamado ni hemos añorado la piel del otro y su olor. Las noches pasaban y yo pasaba mi cara por su lado de la cama, por la almohada, en busca de su rastro, de alguna huella o su aroma o el de su pelo. Me he sentido muy sola, pero con el paso de una noche tras otra, al final esa sensación se fue, y dejé de extrañar el vacío bajo las sábanas, el calor de su pecho, sus brazos en mi cintura, su peso sobre mi. Lo llegué a olvidar, los momentos más cálidos desaparecieron, y los frios aún más rápidos. Desapareció la soledad que me acompañaba y la compañía que me velaba.
Y ahora, pasado todo, hasta el tiempo pasó, volvemos a estar en la cama, compartiendo la noche, después del olvido, del perdón y la curación. Las heridas se cerraron, el dolor pasó, y ahora no encuentro la razón para volver a estar a su lado. No soy otra persona, ni él lo es, y sigo queriendo eso que no me ofrecía, y después de un encuentro vacío, sin el sentido que esperaba encontrar, le miro mientras duerme y lo único que pienso es que quiero recuperar mi espacio en la cama, quiero estirarme y no encontrarlo ahí por la mañana.
Es curioso como el tiempo pasa y solo deja sombras en un pared blanca.

sábado, 18 de junho de 2011


El tiempo es algo terrible, algo que pasa por encima de cualquiera, de cada uno, de todos. El tiempo camina y en la memoria deja pequeñas huellas, señales de cada encuentro, imágenes de todos los lugares y de todas las sonrisas que me han devuelto, olores de los tesoros culinarios que pasaron frente a mi boca abierta, sabor de los exóticos manjares que para mi prepararon manos expertas, y de día en día incluso me abordan momentos apasionantes que fueron acompañando mi andadura por estos años.
He recordado, últimamente, los largos paseos a la orilla del mar. A la orilla de muchos mares, donde he podido caminar por las playas más oscuras y heladas, o mares verdosos y evocadores del más absoluto romanticismo idílico, por espumas de olas embravecidas, por cristalinas aguas de coral vivas y de belleza infinita, por las tristes aguas de los mares exhaustos de humanidad, incluso he contemplado los despojos de sus gigantes, arrojados a la orilla como testigo de la vileza del progreso y la explotación, y me ha estremecido sentimientos de ira y venganza por la crueldad de mi especie con las criaturas más hermosas del líquido elemento, con otros seres humanos que también cruzan nadando mares y océanos.
El ser humano, que nunca pone límites a sus divagaciones, que no tiene pudor al incidir los campos que en otro tiempo se reservaban a las divinidades, que en sus imprudencias insiste en pervertir la poca inocencia que nos resta, últimamente pretende crear recuerdos en la cabeza del ciudadano mísero y fútil, de aquel que en sus años de existencia no haya podido atesorar esos momentos dignos de archivarse en algún rincón del que después quieran rescatarlos. La miseria humana y su estupidez, no tienen límites, no conocen fronteras, no hay nadie que encauce sus pasos por muy lejos que vayan y por muchas líneas que traspasen, estamos totalmente descontrolados.
Me siento con suerte, con esos recuerdos propios y la capacidad de valorarlos y despreciar a quien intenta manipular una vez más a los demás para someter su voluntad, superados los yugos religiosos, el consumo es ahora el Dios de los pobres mortales, que rendidos a la monotonía y la rutina ahora son tentados a comprar vidas y pasados.

domingo, 27 de março de 2011

LA MAREA


Estaba paseando por la playa, muy temprano por la mañana, como cada domingo hago desde hace más de 30 años, como siempre hice, y entonces no lo esperaba y hoy no lo quiero ver, aunque sigo viéndolo, pero nunca olvido sus caras y siempre recuerdo la suya, la de él, la del primer día, su cara nunca se me ha olvidado.
Por la mañana el mar huele más, las olas suenan más fuerte, y la luz del sol cuando sale ilumina todo con un brillo distinto. Si hay nubes y no llueve también hace especial el día. Siempre, todos los domingos, paseo por la playa en la mañana, porque me vine a vivir a la orilla para sentir el mar siempre. Yo nací tierra adentro y creo que por error, porque sentía una atracción especial por el mar desde la infancia.
Ese domingo, uno en septiembre, aún con buen tiempo y sin tantos turistas, salía esperando pasar un par de horas de esa temprana brisa, ese sol que no quema y el salitre que desprende la marea baja. Al final de la playa entre una ola y un montón de arena revuelta encontré un cuerpo, una persona que yacía boca abajo con restos de algas cubriendo parte de sus despedaza das ropas. Y me quedé inmóvil, y no puedo decir ni cuanto tiempo me mantuve allí, a su lado, viendo lo quieto que estaba, mirando las plantas de sus pies y las palmas de sus manos, arrugadas y descoloridas. Me agaché y le puse un mano en la espalda, el frío traspasó mis huesos y casi me llegó al estómago, sentí el agua, sentí pánico y empecé a llorar, y lloré tanto que después no podía ni abrir los párpados, y le di la vuelta para verle la cara, y sentí aún más dolor y más frío, más lágrimas. Era un joven, un niño casi. Y a unos pasos otro cuerpo, y un poco más allá otro, y así hasta ocho, ocho vidas arrojadas al mar y ocho cuerpos devueltos a la playa, fríos y arrugados, hinchados y cubiertos de algas. Allí estaban, en mi playa, en mi domingo, en mi vida, allí estaban y nunca se han ido. Después han llegado otros, muchos, demasiados, tantos que he perdido la cuenta y aunque sigo sintiendo dolor y frío cuando los encontramos en las playas, ya no lloro. Nunca lloro, y cada vez encontramos más, y más jóvenes, y niños, y madres de niños y padres, y el dolor es cada vez más fuerte.
Quisiera dejar de encontrarlos.

sexta-feira, 27 de agosto de 2010

Medianoche


El calor es insoportable en el cuarto, y yo no puedo ni respirar. Desde hace días, siento como si me ahogase en casa, entre estas paredes, bajo estas sábanas, junto a ella. No ha cambiado nada, en realidad creo que es ese el problema. Todo es igual, hace años que todo me resulta monótono, me aburro. Me siento miserable, insatisfecho y ahorcado, pero en lo único que pienso es en escapar, dejarlo todo y mandar a la mierda a todos, y a ella. Ella que ya no me hace sentir el amor que nos teníamos, no siento ni el suyo ni el mío. Ella que me ignora, yo que la rehuyo, nos esquivamos y tratamos de no tropezar ni siquiera en la cama. Y yo no sé ni cuando empezó a morir lo nuestro, ni cómo fue agonizando, pero poco a poco se ha ido y se ha llevado el resto de mi vida, agotando las ilusiones en el trabajo, que ahora solo es la excusa para ocupar más tiempo fuera de casa y no pensar en lo que me espera al terminar el día.
Muchas veces hemos intentado reflotar la pasión, tal vez sin querer hacerlo, pero nunca ha dado resultado y nos hemos desgastado más y más al comprobar que ya no hay fuerzas, no hay nada que rescatar.
Yo quiero salir de mi cuerpo, mirarme a la cara y decirme que soy un cobarde, que no afronta su propia infelicidad, que no se decide a dejarlo todo y empezar de nuevo, solo, pero sin esa miseria que se nos come cada día. Hace tanto que no estoy solo que no se ni como me sentía.
Y ella, por qué no hace nada ella. Por que no me dice que se siente tan vacía como yo, o más incluso, ella que siempre fue tan exigente conmigo. Un día dejó de quejarse, y ya no me pedía que volviese antes a casa, que dejara de ver a unos o a otros, simplemente un día dejó de pedir, y yo creo que se rindió. Seguro que dejó de esperar cosas de mi, perdió el interés por mi, se agotó. Y yo lo sabía, dejé que pasase y no me importó, ni me importa. Tantos años y lo único que quiero es dejarlo todo y sentir alivio, lo quiero, y no se como se hace.
A veces hasta siento un cierto asco de cosas sin sentido, cosas que siempre ha hecho y que nunca tuvieron importancia, cosas como notar su olor en mi lado de la almohada o en la toalla del baño. Me enferma oler su perfume por todas partes, en el armario, en mi ropa, en el sofá cuando duermo en él para no acostarme a su lado.
Ya no puedo respirar, este calor me está asfixiando, esta habitación, la casa. Ya no puedo respirar.

sexta-feira, 5 de março de 2010

Cuando la sombra se alarga

(Autorretrato de Martin Chambi)

Caminando y mirando al frente, a veces es difícil darse cuenta de la distancia recorrida, de los pasos que han quedado atrás y que solo nuestros pies recuerdan, pero que sin duda nos han llevado a donde nos encontramos. El camino puede haber sido tan penoso que no podamos ni girarnos a recordarlo, a veces las heridas en la planta del pie dejan unas profundas cicatrices que tardan tanto en curar que uno llega a acostumbrarse al dolor y no advierte cuando desaparece, o simplemente no curan nuca por el roce y el dolor se queda en nuestros zapatos para continuar en el paseo acompañándonos para siempre. En algunos casos excepcionales, el paisaje compensa lo difícil de la travesía, y recrea nuestros sentidos con asombrosos milagros naturales que despiertan tiernos instintos y dulces sensaciones, dejando que el alma respire y descanse el peso que tal vez soporta a la espalda cual pesada mochila llena de momentos de cada viaje, y cuando se alivia la carga y tal vez el aire refresca, la cabeza baja la vista y mirando las huellas en el camino, tal vez dejadas en el barro o en la nieve, tal vez en ese momento uno descubre lo larga que es la sombra que se proyecta cuando el sol se pone a la espalda, una sombra infinita.

sábado, 31 de outubro de 2009

Flamenco

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El flamenco llegó a mí a través de una mujer, una de esas que no se te olvidan en toda la vida, aunque pasen muchos años después y las canas invadan hasta tu barba, y tus ojos se terminen escondiendo detrás de unas ridículas gafas de una pulgada, que se sostienen en la punta de tu nariz. Aunque hayan pasado más de cuarenta años, el flamenco me sigue mostrando cómo llegó a mi vida.

Maite estudiaba en mi facultad, éramos compañeros en algunas asignaturas, compañeros de eso que comparten pupitre en las aulas, se pasan delante y no se miran, y a veces coinciden en algún café después de las clases. Era una chica atractiva, por supuesto, pero no era de esas que llaman la atención detrás de unas tímidas gafas, en una ciudad fría de largos inviernos, en los que uno se cubre con gruesa lana, bufandas infinitas, abrigos de paño de apagados colores. No llamó mi atención en esos años de universidad. Pero Maite tenía una afición que casi todos desconocíamos, y supongo que era porque no nos conocíamos lo suficiente. Siempre mantuvimos un trato casi laboral, como con la mayoría de los compañeros de curso. Yo nunca he sido muy sociable y mis amigos no se contaban entre los muchachos y muchachas con los que compartía estudios, como tampoco se cuentan entre los de profesión. Mi gente siempre ha estado a mi lado, desde niños, cuando nos juntábamos por los callejones del barrio con nuestras bicis o nos escondíamos en el patio del colegio a fumar a hurtadillas. Mis amigos no han ido a la universidad, ni han estado en Londres, ni han compartido una pinta conmigo a la salida de un examen. Pero eso también es parte de mi vida, y aquellos con los que pasé esos años de juventud son los que regresan a mi memoria de vez en cuando, y me recuerdan cosas como estas, como el momento en que descubrí el flamenco.

Maite me descubrió ese duende, la sangre que ardía, las entrañas en vilo, el pecho que se desgarra y el llanto que asoma entre palmas y taconeos.

Una noche, habíamos quedado unos cuantos, para salir a tomar unas copas, pasar un rato de diversión todos juntos, unos de la facultad y otros de la residencia donde vivíamos. Y la verdad es que no recuerdo quien lo sugirió, pero alguien mencionó un espectáculo en vivo, cerca de donde solíamos quedar, algo de música y danza en directo, que siempre nos gustaba a los jóvenes intelectuales, que nos apuntábamos casi a cualquier cosa que pareciera creativa, y más por la noche, porque en realidad era salir de lo monótono del resto de los días. Me consta que con ese espíritu hicimos grandes hallazgos, que más tarde serían importantes figuras de la cultura, gente que vimos cómo comenzaban sus carreras en pequeños locales y luego recordábamos sus inicios al verlos en las grandes carteleras.

Así llegamos esa noche al Club del Callejón, un sitio pequeño, con muchas sillas de diferentes estilos, con mesas muy pequeñas y una barra casi escondida. En un extremo había un escenario, que más bien recuerdo como una tarima de madera, con una cortina en un lado y dos banquetas, un micro y un cajón flamenco. Aún no había comenzado el espectáculo y nos sentamos en una mesilla, en uno de los rincones libres, y pedimos unas bebidas. Creo que a alguien no le había hecho mucha gracia que fuésemos a ver flamenco, y a mí tampoco me emocionó demasiado, pero nos quedamos igualmente. Se apagaron las luces y se encendió un foco que iluminaba en escenario. Salieron dos mujeres y dos hombres, ellas se colocaron frente al micro y ellos en las banquetas, uno al cajón y el otro con una guitarra. Saludaron, se presentaron y anunciaron una seguiriya. Los instrumentos tocaron, las palmas, la voz atronadora de una de las mujeres, y un zapateo. De detrás del cortinaje salió una tercera mujer, menuda, con una larga melena rizada que le cubría el rostro, salía dando cortos pasos a la vez que zapateaba sobre el escenario, avanzando mientras su cuerpo acompañaba a sus pies, y su falda se agitaba y se despeinaban los flecos de un pañuelo que rodeaba su cintura. En el centro del escenario, de espaldas, abrió los brazos que llegaron caídos y en cruz comenzó a subirlos ondulando las manos como si se retorcieran sus dedos con el aire, y la espalda se abría y se cerraba y toda ella se ondulaba con las palmas y la guitarra, y el taconeo incesante, hasta que erguidos sobre su cabeza giraron el cuerpo de la mujer y rodearon una y otra vez el aire que la rodeaba, y entre giros y palmas, estremecieron al público que asistimos al lamento de la canción y al embrujo del baile. Para la música, ella se detiene y el resto del mundo se paraliza unos segundos y arranca fervoroso en aplausos después. Luego una rumba y otro baile que desgarró el escenario, y una sevillana después, y un bolero, y unas alegrías, y una soleá. Y cuando el sudor empapaba su blusa y toda la piel que asomaba, la actuación termina y los músicos saludan y ella se adelanta mientras dicen su nombre, Maite “la Perla”, y se retira el pelo sobre un hombro y sonríe y saluda. Y todos vimos que era ella. Era la Perla, claro, era casi de nácar, y preciosa. Supongo que mantuvimos la respiración muchos, sino todos, antes de decir nada o mirarnos buscando una respuesta afirmativa a todo ese asombro que se instaló en nuestras caras. Esa misma noche me enamoré del flamenco, de la música y de esa mujer que bailaba entre el humo del local y el reflejo del foco. Sentí desgarrarse su piel, y cómo desnudaba su alma en cada movimiento, como se contorsionaban sus manos y la expresión de sus pasos, el golpeteo en el suelo, verla viviendo cada sonido y a cada paso meciéndose con la música y las palmas y las voces, ni siquiera puedo describir lo que caló en mi esa noche.

El flamenco existía mucho antes de que yo viese bailar a la Perla, pero ella me lo descubrió, ella trasmitió el sentimiento de la música, nos mostró cómo se ve el flamenco. Y yo ya no lo he olvidado nunca, porque como suele decirse, el primer amor nunca se olvida.


sexta-feira, 7 de novembro de 2008

La felicidad nuestra de cada día


En el fondo más profundo de mi alma, soy feliz. Las personas pesimistas no lo tenemos claro nunca, siempre muy preocupadas por el hipotético caso de que algo salga mal y nuestro gozo en un pozo. Pero es cuando todo sale modernamente bien, cuando las cosas se superan y las sombras pasan, cuando más miedo da pensar que tal vez uno es feliz, en el fondo. Yo no suelo pararme a pensarlo, pero en contadas ocasiones los pensamientos me asaltan y tengo que reconocer que hay momento mágicos en los que un hormigueo me recorre la nuca y me advierte de lo a gusto que está mi cuerpo. No es la felicidad un estado permanente, tal y como yo la veo, sino una sensación manifiesta en momento puntuales, que hace que brillen nuestros ojos y la comisura de los labios se alargue dejando ver los dientes, sin motivo aparente. Pues bien, a mi me aborda esa sensación cuando mirando a ningún lado recuerdo el sabor dulce de la fresa ácida encontrada en otra boca, o cuando paso por un pasillo y reconozco el aroma de la persona que busco, o cuando alguien a quien saludo me sonríe y me mantiene la mirada unos segundos, o cuando llego a casa al mediodía y huelo la comida de mi madre en el descansillo de la escalera, o cuando paseo a mi perra y siempre vuelve sin llamarla, o cuando alguien me retira el pelo de la cara. No es muy complicado, me gustan esas cosas, y a pesar de ser profundamente pesimista, qué podría estropearse en esos instantes.

terça-feira, 28 de outubro de 2008

Marisa


Mi vecina Marisa era una mujer de grandes curvas, con unos senos generosos y una cintura diminuta, y aunque me doblaba la edad yo siempre pensé que era la mujer más guapa que había visto. Vivía en el 2º y yo en el 3º. Ella siempre había sido muy simpática, saludaba y sonreía cuando nos cruzábamos en el descansillo o nos encontrábamos en el portal y subía las escaleras detrás de ella, oliendo el aroma de su piel, sintiendo el roce de sus muslos en cada peldaño, y perdiendo el sentido detrás de sus nalgas durante dos plantas que se hacían terriblemente cortas. Siempre intentaba coincidir con ella, porque creo que era el mito que inspiraba mis fantasías. Cuando hacía calor, los días de sol, salía a pasear con su madre, con unos vestidos ligeros como alas de mariposa, que aleteaban al viento del verano de mis 17 años, clamorosos días de calor irrefrenable, en los que pasaba horas encerrado en el baño de mi casa. Y desde cuya ventana, asomado al patio, la veía de pasada cuando se acercaba a las ventanas o cuando coincidía con la colada y ella tendía la ropa en las cuerdas de la ventana de su cocina, sacando medio cuerpo fuera del borde, y yo, desde mi situación de privilegio conseguía ver el canal entre sus pechos, hasta podía ver como se aplastaban encima del alfeizar, y entonces es cuando ya no podía moverme, y me encerraba en mi refugio, y me masturbaba con violencia sintiendo que nunca sería para mí esa mujer maravillosa que encendía mis entrañas. Pero solo sentir su fragancia, el olor de su pelo o de su colonia o el halo que dejaba en el portal al salir de casa por las mañanas, solo con pensar en ella, se me hiela el cuerpo y me arden los pantalones, aún. Imagino lo que debe ser tener una mujer así entre los brazos, desnuda, bajo el cuerpo, o encima.

Imaginaba que no tenía un hombre porque cuidaba mucho de su madre, que era una señora mayor y estaba enferma desde hacía muchos años. En alguna noche he soñado que la besaba, que casualmente nos cruzábamos en el portal, se apagaba la luz, y en la oscuridad me acercaba y la besaba en su jugosa y carnosa boca, retiraba su melena hacia su espalda y la tomaba por la nuca, apretando mis labios a los suyos como un desesperado, hasta que me despierto, y otra vez un sueño húmedo. Y es que hace años que no la veo, pero no he borrado de mi mente el día en que descubrí el secretito de mi vecina. Después de horas de espionaje, fueron incluso días enteros, una de esas calurosas tardes en que la madre de Marisa dormía la siesta, recibió la visita de su buena amiga Paula. Paula era una amiga con la que solía verse y pasar muchas tardes, paseaban, leían y sobretodo, se rían muchísimo. Solía escuchar las risas de las dos mujeres a través del patio y recuerdo que siempre pensaba que sería algo normal entre mujeres guapas, porque a veces mi madre también reía mucho. Y en un momento, sin dejar de reírse, se acercan al ángulo que yo podía ver desde mi ventana, abrazadas, y besándose en la cara y por el cuello. Marisa quedó presa entre Paula y la pared, y entonces las dos se besaron en la boca, se besaron y dejaron de reírse un minuto tras otro y pasaron mucho tiempo así. Después Paula desabrochó uno a uno los botones del vestido camisero de mi queridísima Marisa y se fue deslizando por la piel que iba dejando al descubierto, bajando y liberando su cuerpo de sus paños, hasta que llegando a la mitad se detuvo, se quedó allí y yo ya no quise mirar más. Recuerdo que solo cerré un minuto los ojos, y cuando los abrí ya no las veía, y ese día lloré mucho, y no creo que lo entendiese del todo, pero sentí un tremendo vacío. Hoy lo veo de otra manera, y me gusta pensarlo de vez en cuando. Supongo que ha pasado suficiente tiempo, o muchos años.

quinta-feira, 9 de outubro de 2008

Los caramelos


A veces paso por una tienda de caramelos, una de esas artesanales, con un ventanal enorme a un escaparate de infitas posibilidades, pecadillos y dulces infantiles, con una puerta de cristal que al no sellar el cierre, deja salir entre sus hojas un aroma intenso a dulces de frutas y aromáticos caramelos. Me vuelvo a la infancia siempre que me paro enfrente, que me paro siempre, y miro con ojos enormes las maravillas de vivos colores y brillos hipnóticos, y me imagino que entro y compro un poco de cada uno de esos montoncitos de felicidad. Me produce una auténtica sensación de bienestar el saborear esos manjares prohibidos por la edad, las dietas, las caries y los prejuicios. Y de vez en cuando, cuando me consiento un poco más que de costumbre, me permito entrar y elegir un paquetito de alegrías de colores, otras veces uno de flores violetas, y muy pero que muy de vez en cuando, un hombrecito de caramelo. Estos son mis preferidos, los perfectos, anatómicamente irreales, sonrientes, hombrecitos de caramelo. Quien puede resistirse a uno que solo te dará placer, desde que te lo pones en la boca, y vas chupando, agarrándolo por el palito, deshaciéndolo con la lengua, desde sus orejitas prominentes, a su nariz de chocolate, el cuerpecito crujiente, hasta los zapatos. Y un rato después de haber acabado con él, aun sigo saboreándolo, chupeteando el palito vacío, desolado, que solo tiene el rastro de color marrón, de mi querido hombrecito de caramelo, dulce y breve relación la nuestra.
La vida tiene esas cosas, un poco de fantasía para olvidar la realidad, y añorar la infancia.

terça-feira, 7 de outubro de 2008

qué se yo...


Un desconocido, ayer, mientras caminaba por un plaza de un barrio de Madrid, me miraba a lo lejos y sonreía a medida que se acercaba. Cuando llegó a mi, se paró y me saludó con efusividad, con uno de esos "Hola!!!" familiar y sentido, con mucha alegría, que se reflejaba en su redonda cara barbuda, una cara de buena persona, risueña y simpática. Le respondí con otro "hola", muy tímido y desorientado, pero en una décima de segundo me estaba plantando dos besos en mis dos enormes mejillas, a la vez que me sujetaba con las manos los hombros. En un momento, pensé que iba a abrazarme, pero creo que eso hubiera sido excesivo hasta para dos amigos.Yo no lo conocía, y supongo que una de mis cejas se elevó por encima de las gafas y delató mi sorpresa. Así que, el buen muchacho me preguntó sorprendido si no eramos conocidos, de Catalunya, me dijo. Y estuvo a punto de susurrar un nombre, pero enseguida salió mi más frío aliento leonés y un seco"No" se me coló entre los labios. Supongo que espontáneamente solemos hacer esas cosas, allá por mi tierra.
El afectuoso desconocido me regaló una sonrisa aun mayor que la primera, y se alegró del encuentro, por que así se llevaba dos besos. Y se fue.
Sin embargo, a raíz de ese episodio, he empezado a reflexionar sobre si realmente es un carácter comarcal, el nuestro, o simplemente es una acritud personal, la mía.

domingo, 5 de outubro de 2008

El muro


Se erguía ante mí como la gigantesca muralla de una ciudad secreta, rodeada de un profundo foso, lleno de un agua tan oscura que ni reflejaba mi imagen al mirarme en ella. Si alguien conseguía superar ese primer escollo, si se profundizaba en el intento de entrar al recinto primero, al interior tras el muro, entablando el mínimo contacto, arduos observadores intuirían el brillo de una luz maravillosa que se dejaba filtrar por la maraña segunda. Siguiendo al muro, se alzaba el bosque de frondosidad que despista la entrada del sol, el paso de la luz, que esconde los secretos, que guarda las virtudes, que difumina el esplendor. Seguí escarbando, insistiendo, frotando la superficie esperando sacar brillo y despertar al genio, para que obtener mis deseos. No desistí, ni una ni otra vez, ni a la enésima, no me rendí jamás. Nunca me he apartado de mis empresas, es posible que a veces uno deba dejar fuerzas para coger impulso, pero nunca girarse de media vuelta. Así lo hice, a pesar de los obstáculos, a pesar de la oscuridad, a pesar del blindaje de sus puertas, de la altura de sus muros, de la profundidad de sus aguas, del frío de sus sombras. Lo conseguí, entré, froté su dorada piel, acaricié su alma, sentí sus entrañas, me bañé de sus palabras, crecí y aprendí, vi mi reflejo en sus ojos, y me reconocí en él. Nadie podrá decir que no existe luz más allá de la oscuridad, porque ahora yo puedo decir que la he visto, que he seguido su senda y he encontrado mi camino.

quinta-feira, 11 de setembro de 2008

Resaca

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Creo que es hora de pensar en mi vida, replantearla. Y lo digo mientras me miro en el espejo del baño, porque creo que no se puede llegar más abajo.
Me he levantado con nauseas, unas ganas horribles de sacarme algo parecido a un calcetín que sentía en la boca, puede que incluso estuviese aún ahí, tal y como me sabía, entre a sudor y a mierda. Además del dolor de estómago, un agudo pinchazo atraviesa mis sienes haciendo que parezca que me han dado un tiro y el trayecto de la bala quema.
No es una resaca, no es que me haya bebido todo lo que cayó en mi mano ayer, es la peor resaca que he tenido, y no recuerdo ni cuando he llegado a casa. No recuerdo nada, después de la primera copa he perdido la perspectiva y todo lo demás está a oscuras.
Hay un tío en mi cama, que por supuesto no había visto antes, pero eso no me sorprende demasiado. Supongo que es como otras veces. Seguramente me recogió del suelo de algún sitio, tal vez me subió a un taxi, tal vez le pedí que se viniera conmigo y seguramente sea un asco de tipo, como todos los demás. Y a juzgar por el dolor que tengo al mear, él no iba tan borracho como yo. ¡Maldita sea! Espero que usase condón, porque a estas alturas solo me faltaba volver a coger alguna mierda más. Y lo peor va a ser esperar a que se largue, porque no tengo ganas de hablar con nadie, con una basura así menos, y tampoco puedo despertarlo a patadas, que es lo que me apetece, no quiero que me parta la cara como el macarra ese de los tatuajes. Casi me parte el alma y encima se llevó mi cartera. A estas alturas me saldría más rentable cobrar por los servicios prestados, o por dejar que hagan lo que quieran conmigo. Así a lo mejor me compensaba. Tampoco sé por qué siempre se vienen a mi casa. Esto se tiene que terminar, no puedo volver así todos los días.
Se me está poniendo cara de pena. Tengo bolsas, unas horribles ojeras color marrón debajo de los ojos, como si estuviese enferma. Y se me han quitado las ganas de comer, hace días que no pruebo nada caliente, aparte del café, claro. Debería dejar el café, me tiembla el pulso, no soy capaz de mantener quieta mi mano. Es posible que comiese algo por la noche, y sea mío el vómito del suelo de mi cuarto. Pero no estoy segura ni de eso.
Ahora lo único que puedo pensar es en cómo conseguir que el tío de mi cama se largue. Tengo que ducharme, vestirme, limpiar el suelo, irme a trabajar, y no puedo hacerlo si tengo un extraño en casa. Y no me queda ni un cigarrillo. Tal vez haya algo por ahí, en su ropa o en la mía.
Necesito un pitillo, un café, una copa…una copa.

quinta-feira, 14 de agosto de 2008

Un vistazo


Me he visto en los vidrios de un escaparate, he mirado mi reflejo de soslayo, y me ha dado pánico lo que he visto. Me ha dado miedo incluso volver la cabeza, que he retirado hacia un lado rápidamente, hasta abrir los ojos me daba terror. Creo que he pensado, en un segundo de locura, que si no lo miraba o si cerraba los ojos, todo lo que había contemplado desaparecería y dejaría de estar ahí aquello de lo que escaparía si pudiera. Me evaporaría ahora mismo, salir de mi cuerpo, contemplarlo en la distancia, con el alivio de saberlo lejos. Es como uno soñaba en la infancia, poder viajar a través del espacio, incorpóreo, un viaje astral…esas cosas deberían ser posibles, ojalá fuesen ciertas en este momento.
No siento nada, aparte de esa sensación de irrealidad, sigo apretando los párpados, muy fuerte, para no verme, no quiero ver nada en realidad, ni siquiera quiero sentir nada. No comprendo muy bien qué es lo que me ha pasado, porque yo siempre me he considerado bien, pienso que soy alguien agradable, nadie debería odiarme ni nada parecido. Bueno, es verdad que tengo mis manías, estupideces, pero no es como para odiar a alguien por eso.
Trato de recordar mis pasos esta mañana. Trato de recordar lo que he hecho desde que me he visto al salir de casa. Algo ha pasado desde la última vez que me miré en el espejo, que si no lo recuerdo mal, fue al salir del trabajo, me puse el abrigo en el baño y me atusé el pelo. Siempre lo hago, porque tengo un mechón rebelde que cuando menos lo espero se ha erguido como un mástil.
Empiezo a sentir un profundo mareo, creo que es porque no estoy respirando, sigo pensando y apretando los ojos cerrados. Esto no sirve de nada, así que los abro. Pero ahora entiendo aún menos lo que veo. Realmente, es como para sentir pavor. Porque sino iban a rodearme todas estas personas, unos desconocidos se han agrupado a mirarme en plena acera. Creo que se han dado cuenta de que estoy a punto del pánico, y una mujer se acerca, me toma la mano, y me pregunta algo. Pero no doy crédito, no entiendo lo que dice, realmente me está pasando esto a mí. Alcanzo a comprender, y no puedo articular palabra, lo intento y me aborda un acceso de tos. La mujer me toma el brazo y trata de sostenerme, y cuando me recupero siento que un hilillo se escapa de mi boca. Me paso el dorso de la mano y miro el rastro, rojo encendido.
Ahora empiezo a sentirlo, un punzada en el pecho. La mujer sigue asida a mi brazo izquierdo, y ahora un hombre se ha agarrado al otro. Sigo sin poder decir nada, y a lo lejos oigo un ensordecedor ruido.
Creo que voy a volver a cerrar los ojos, voy a pensar un poco, creo que sé cómo ha llegado ese cuchillo a mi espalda. Debí sacar la cartera, no tiene sentido negarse a perder unos billetes, cuando el abrigo que llevo, un abrigo carísimo, tiene ahora un agujero en media espalda.

sexta-feira, 8 de agosto de 2008

Paco

(Foto de Pablo Blanes, Patio Andaluz. )

Ayer, volví a pasarme por allí. Ese lugar que descubrí por casualidad, paseando por las calles de Sevilla, pensando que conocía cada rincón de mi ciudad natal, acompañando a unos clientes que llevaron hasta él.

Él, Paco, es el maestro, el más grande, y le gusta pasar sus días libres en Sevilla, en ese pequeño retiro donde la gente aún puede sentarse en un patio tranquilo a oír música y beber algo al fresco de la noche andaluza. Es ahí donde vuelvo de vez en cuando, sabiendo que de vez en cuando me lo voy a encontrar, sentado en una silla del fondo, a la luz de un candil.

Esta noche, como todas, abraza su guitarra como imagino abrazaría a una mujer, tomándola por el mástil como si rodease su cuello con la mano izquierda, mientras la derecha pasa por su cintura, la acaricia, hace brotar la magia entre las cuerdas y yo cierro los ojos y siento que es mi cuerpo el que vibra al compás de sus dedos. Las notas resuenan es el patio, chocan contra las encaladas paredes y huyen hacia los vecinos balcones, llevando tras de si una estela infinita. Deja huella en todos los que allí estamos, horas después sigue resonando en mi cabeza, y deja una cierta alegría en el alma, a veces, otras una profunda melancolía.

Es el maestro, el más grande.

quinta-feira, 3 de julho de 2008

HISTORIA DE UN INCENDIO


El fuego se lo comió todo.
Ese fuego con el que jugamos durante demasiado tiempo, que ardía por las noches, que abrasaba nuestras carnes, evaporando el sudor de mi espalda y llevando a ebullición nuestra sangre con cada envestida, esas llamas de rojo encendido, de amarillo ardiente, solo nos han dejado un montón de cenizas.
Ya no somos personas, no somos cuerpos, ya no hay calor ni furia, ni aliento en mi oido, ni jadeo en tu boca, ni humedad en nuestra piel, ni color, ni luces.
Ahora, que nos hemos hecho polvo, inerte, gris, inofensivo, que se mueve solo si hay aire, que se esfuma, que se pierde por las rendijas, que pronto desaparecerá, solo ahora que todo ha pasado, en este preciso momento, es cuando pienso que quizá nos equivocamos, al dejar libre nuestros deseos y consumirnos tan intensamente. Es posible que no esté en lo cierto, pero sin duda, creo que nuestro error fue ese incendio. Pero ahora ya nada tiene remedio, porque hemos agotado nuestro tiempo.

terça-feira, 27 de maio de 2008

MI ÚLTIMO CIGARRILLO


Ahora saboreo el humo de este cigarro que me llega desde su boca, desde los labios de esa rubia de labios jugosos, que me mira con los ojos casi cerrados, que deja caer los párpados cuando la miro a los ojos, evitando los míos.
Me están matando las horas que he pasado currando, esas veinte horas al día, los turnos infernales, los años que no me perdonan una, los fantasmas que no dejan que pegue ojo las pocas horas que paso en la cama. No es el momento de pensar en volver a casa, o ciertamente lo es, porque ahora mismo me iría a casa y me metería en la cama con esta mujer o sin ella.
El cigarro se consume, nos miramos, ella mira sutilmente el reloj y me dice que es tarde. Supongo que esta no es nuestra noche, no se si realmente lo lamento. Me ofrece compartir un taxi a casa, y me escaqueo hábilmente, prefiero caminar y despejarme de camino o voy a llegar borracho a casa. Y ella me coge la mano, me agarra los dedos, pasa los suyos entre los míos, acariciándome mientras los desliza por mi mano, y entonces fija sus ojos en mis ojos, me clava la mirada, me atraviesa, siento como si perforara hacia dentro, y me susurra suavemente que no quiere volver sola a casa porque necesita un hombro sobre el que apoyarse.
Sinceramente, mi hombro hace mucho que apenas sujeta mi propia cabeza, no tengo sustento para nadie más, desde luego mucho menos para las lágrimas de una mujer como esta, eso sería lo último que haría por ella, y si eso es lo que busca, lo siento, yo no soy su hombre.
Le pido que coja su abrigo, la espero, la llevo a la calle sujetándola bajo mi brazo, la tomo por la cintura mientras bajamos las escaleras, y siento como se desliza su cadera por mi mano, noto cada pliegue del vestido rozando su piel, pegándose a mi mano, es la escalera más larga que nunca he bajado. En la calle esperamos al taxi y ella apoya su cabeza sobre mi hombro, y puedo oler su pelo, ese perfume mezclado con humo de tabaco rubio me embriaga, estoy casi delirando, supongo que hace demasiado que no sentía un cuerpo tan dulce, tan cerca, tan femenino y delicioso.
Un taxi para, abro la puerta, ella entra y yo le doy un beso en la mano que aun me había dejado, se la beso como si estuviese a punto de morir y fuese el último beso de mi vida, se la beso con los labios cerrados pero muy apretados contra ella, la beso con mucha amargura, y le digo que hoy me voy andando a casa. Ella me ha entendido perfectamente, cierra la puerta del coche y se aleja. Se aleja y yo me quedo mirando allí quieto, hasta que reacciono y me voy caminando de vuelta a mi agujero, de vuelta a la soledad de mi apartamento, al frío de la almohada, de la cama vacía, a la vigilia del insomnio. Lo que lamento es que me he quedado sin tabaco.

segunda-feira, 28 de abril de 2008

ÁNGELA.


Estoy en la puerta de El Calabozo. Desde el día que se descubrió ante mi, este sitio ha quedado flotando en mi cabeza como el humo de un porro, espeso y embriagador. Y esa mujer que canta soul, con voz desgarrada, con su propia alma en el escenario, no se me va de los ojos, sigo mirándola cuando los cierro, me la imagino mientras estoy despierto y la sueño cuando consigo pegar ojo. Últimamente no duermo demasiado, supongo que no luzco mi mejor careto, pero eso podría cambiar con un par de copas que pienso beberme en cuanto suba las escaleras, me guía la música. Me siento como una rata en Hamelin.
Atravieso las cortinas y vuelvo al pasado, con la misma escena de días atrás, el local está incluso más lleno, la barra rebosa, no me hace gracia pelear por conseguir bebida, ya no tengo 15 años. El barman pone una copa tras otra. Por fin me ve y le pido un wisky doble, sin hielo, no creo que esperara a que se deshiciera. Me lo pone y lo tengo en la barriga en un minuto, quemándome la garganta y el estómago. Me pone otro inmediatamente, es un chico listo. Ya puedo concentrarme en la música, en la mujer que canta, en la atmósfera de este sitio. Paso la noche mirando y bebiendo, fumando un cigarrillo tras otro, apenas reparo en el tiempo, y el local va despejándose con el transcurso de las horas. Es tarde, siento al camarero apoyado en la barra, detrás de mi, y le miro, él sonríe y asiente, estamos pensando lo mismo, mirando lo mismo, a esa rubia embriagadora, de larga melena suelta sobre los hombros descubiertos por un vestido de encaje negro, que ciñe su silueta con riguroso lujo de detalles, hasta las rodillas. Está algo escasa de carnes, y sus ojeras aunque ocultas bajo el maquillaje, delatan su horario de trabajo, y quizá algo más. Pero es imposible no mirarla deseando no dejar de hacerlo ni un minuto, sobretodo a estas horas.
La noche ha terminado, la música se detiene, los últimos aplausos despiden a los músicos que desparecen tras las cortinas de uno de los corredores laterales, y yo siento que mis pies se mueven, y me llevan justo a ese lugar. Supongo que con el wisky que llevo encima no puedo ser dueño de mis pasos, o tal vez es lo que quería hacer desde que entré. Reconozco el perfume, oigo voces tras una puerta, un hombre y una mujer gritan al mismo tiempo, no consigo entender lo que dicen, la puerta se abre y el tío que tocaba la trompeta en el escenario sale dando un portazo, me mira con cara de asco y se va diciendo que me olvide, que Ángela es una zorra diabólica. Ángela. Me quedo aquí plantado en el pasillo, no sé ni que espero, ni que es lo que he venido a hacer. Pero no puedo moverme, y me quedo parado como un imbecil durante unos minutos. Me muevo, doy la vuelta y me voy por donde vine. Oigo de nuevo la puerta. Una voz que conozco me detiene, me pide un cigarrillo, creo que estoy sonriendo, me llevo la mano al bolsillo y saco el paquete que solo tiene uno. Ella lo mira y me ofrece compartirlo. Si no sonrío es porque no me lo creo.

quarta-feira, 9 de abril de 2008

EL CALABOZO


Llueve demasiado esta noche. Son las 11 de la noche y creo que ha caído agua desde la madrugada pasada, sin tregua. No es posible que haya tanta agua sobre el cielo de esta ciudad. Ya no consigo encender ni un solo de los cigarrillos que llevo en la cajetilla del bolsillo. Creo que podría acordarme perfectamente de todos los santos apóstoles de la última cena, pero supongo que esos maromos no tienen la culpa de que mis pies estén aún más mojados que mi gabardina. Me voy a meter en el primer garito que encuentre abierto en este asqueroso barrio. Espero que me den una copa de cualquier cosa que me caliente las tripas, fumarme un pitillo seco y sentarme un rato a olvidarme de este maldito día.
Un bar musical. Me sirve. Voy a colarme por la puertita de luces rojizas y voy a perdonar la música por el wisky. No es que no me guste la música, pero en estos bares cutres donde a lo sumo tienen un puñado de perdedores bailando un clásico recalentado, con sabor a tabaco rancio, y quizá algún alma en pena buscando roce, lo de menos suele ser la música.
Es un edificio viejo, desde fuera se veía, pero al entrar me encuentro un recibidor como de otra época, sin duda más gloriosa que la actual, en decadencia, la escalera está apuntalada, y el mármol del suelo tiene marcados los pasos de miles de noches de fiesta.
Subo, escuchando una melodía familiar, pero la idea de que en cualquier momento podría hundirse el techo, no me abandona. En lo alto, tras un cortinaje de terciopelo verde oliva, se esconde el local, con el mismo sabor a rancio, pero con más ambiente de lo que me esperaba.
Hecho un vistazo, necesito fumarme un cigarrillo, beberme una copa, y luego tal vez le preste un poco de atención a la rubia del escenario.
En la barra hay un hueco, veo detrás a un camarero con chaleco, muy apropiado, y a una señal acude. Le pido un wisky solo en vaso ancho y con dos piedras. Le pregunto por la máquina de tabaco, y me indica que he de salir a un corredor del lateral del local. Me encamino hacia alli, pero la música se ha detenido y el público se levanta entre aplausos a rellenar sus vasos. Entre el jaleo me cuelo por un corredor, oscuro, no veo la máquina, creo que me he colado, pero huele a tabaco rubio, veo una sombra que desprende humo, me acerco al final del pasillo. Una rubia deslumbrante está fumando un pitillo, sosteniendo entr el rojo de sus labios y el de sus uñas. Me bloqueo mirando como mueve sus labios, y apenas acierto a pedirle uno para mí. Ella me mira, supongo que está acostumbrada a miradas como la que debo de tener, con cara de estúpido, la boca se debe de mover al mismo ritmo que la suya como repitiendo sus palabras. Nunca lo pienso hasta que ella se ha ido y me siento como un estúpido, pero no soy capaz de evitarlo, me enloquecen las rubias atractivas sobre todas las cosas. Se acerca a mi, muy cerca, y cuando creo que va a cogerme la mano, me susurra que coja el suyo, que debe seguir trabajando. Y sale, dejando una estela de perfume y humo, mientras yo me quedo allí sosteniendo el cigarro entre los dedos, sin fumarlo, solo miro la huella de sus labios en la boquilla, y en la primera calada, saboreo a esa mujer, su saliva, su carmín, el humo del tabaco. Ya no sé lo que me pasa, pero es como si hubiera perdido el ácido del estómago, ese que me estaba matando durante todo el día.
Salgo en busca de una cajetilla de Malboro, y con intención de beberme mi wisky, que aun me espera en la barra. Lo apuro de un trago, y enseguida le pido otro al barman.
Ahora miro al escenario, la rubia está cantando, sentada en un taburete alto, con las piernas cruzadas, descubiertas por la abertura de la falda, moviéndolas con sutileza, desde el tobillo abradazado por el cierre del zapato, hasta la rodilla.
Tiene una voz profunda, como una de esas negras que cantaban soul en la época dorada, me apuesto el cuello a que alguna cantó en este mismo local en los años 50. Un tipo toca la trompeta en un extremo del escenario, en el otro hay un piano, una batería y un bajo.
Miro una servilleta para ver el nombre del local, ni me he fijado al entrar. “El Calabozo”.

sábado, 5 de abril de 2008

VIVO EN UN TÚNEL


Vivo en un túnel. La oscuridad es mi medio de vida, porque donde la luz no llega los márgenes se difuminan y no se distingue lo que está bien o lo que está mal. Simplemente, sin luz no hay esperanza, la perspectiva no entra en mis planes, no hay nada al final, el túnel es infinito. Yo elegí este medio, hace años que encaminé mi destino hacia el fondo oscuro, la realidad ya no me iluminaba, nada me retenía donde estaba. Tuve que escoger entre un pozo o este sitio, y la verdad, me gusta pasear de vez en cuando. Solo hecho de menos el sol de mayo, ese que abre las flores con caricias, que ilumina los ojos de las mujeres, que se refleja en las melenas rubias, que aflora el rubor de las mejillas. Supongo que es lo que me falta, creo que así todo sería más llevadero.

sexta-feira, 7 de março de 2008

UNOS ZAPATOS ROJOS


Unos zapatos rojos se alejaban con pasos cortos y apresurados por la acera más ancha de la avenida. Unos sencillos mocasines, con una suela flexible, parecían incluso confortables, iban golpeando el suelo con un ritmo trepidante. Mientras esperaba el autobús, un poco aburrida, llamaron mi atención al pasarme por delante, y no pude apartar la vista de ellos hasta que se alejaron lo suficiente como para perderse entre los demás zapatos que se entremezclaban por la calle en un día de lluvia, en que todos caminan con más velocidad. Eran las 7 de la tarde, y supuse que tal vez eran los zapatos de un hombre que iba de compras y aceleraba el paso preso de la urgencia, puesto que en una hora escasamente cerrarían los comercios. Al pasar me fijé que eran un número un tanto pequeño, tal vez de un tipo de un metro setenta, que como daba pasitos cortos es posible que temiese salpicarse de agua los pies. A veces la lluvia altera hasta la forma de caminar de la gente.
Al cabo de unos minutos llegó el autobús que esperaba, y no volví a pensar en esos zapatos. En 40 minutos llegué a mi parada, me levanté y toqué la campanilla, y cuando el vehículo se detuvo bajé con desgana los dos escalones que me devolvían a la intemperie lluviosa. No acostumbro a llevar paraguas, porque siempre que sopla un poco de viento terminan por romperse, así que me abrigo con una profunda capucha y agacho la cabeza, fijo la vista en el suelo y acelero el paso.
Y en un instante, me detengo, solo esperando que el semáforo me permita cruzar la calle, veo pasar los zapatos rojos delante de mi. Se detienen en el borde de la acera, como con una prisa impaciente, esperando que el hueco entre dos vehículos les permita colarse a través del tráfico y cruzar corriendo los cuatro carriles de la vía. En mi calle ese tipo de conductas son siempre muy peligrosas. Los zapatos rojos han llegado al mismo lugar que yo, al mismo tiempo y pretenden seguir corriendo, poniéndose en peligro incluso, y seguro que por un motivo mucho más serio que el cierre de una tienda. Entonces supuse que tal vez alguien estaba persiguiendo a aquel hombre por toda la ciudad, obligándole a huir entre las aglomeraciones de tráfico, o a colarse en el metro, poniendo en peligro su vida mientras escapa de un destino mucho más cruel.
Ese tipo de cosas me pasaron por la cabeza, mientras veía de nuevo, como se perdían entre la lejana lluvia los mocasines rojos. Y en seguida llegué a mi casa, la puerta de mi portal está prácticamente al otro lado de la calle, en frente de la parada del bus. Tuve que esperar al ascensor, mientras me sacudía la lluvia del abrigo y la capucha, estiraba mi coleta y seguía pensando en los mismos zapatos. Entré en mi casa con la idea de contarle mi teoría a mi madre, que siempre se reía de cosas así, cuando vi los zapatos rojos sobre la alfombra de la entrada. Allí estaban, chorreando, con los cordoncillos desatados despreocupadamente, colocados bajo el radiador del recibidor sobre unos periódicos que solíamos poner precisamente para ese menester, con la intención de no mojar nada mientras se secaban. No podía dar crédito, ese hombre entró en mi casa y dejó precisamente allí los zapatos. Se me heló la sangre, pensé que tal vez me había seguido, pero ¿a mi? ¿Por qué? De ninguna manera tenía sentido, me embargaba el desconcierto. Entonces escuché a mis padres hablando en la cocina, y me sentí del todo paranoica cuando oí como mi madre le decía a mi padre lo estúpido que era estrenar unos mocasines en un día de lluvia, por muy náuticos que fuesen, y encima salir sin paraguas. Tengo que darle la razón a mi madre, debería usar paraguas.

quarta-feira, 5 de março de 2008

EN EL FONDO TODO ES LO QUE PARECE


En medio de la oscuridad, en un profundo agujero, puede sentirse la humedad y el frío de la tierra en los huesos. Esos huesos que un tipo corriente deposita, con puntualidad religiosa, cada domingo por la mañana.

Ese hombre, que vive sin episodios remarcables, en una casita con huerto a las afueras de una ciuidad como la de cualquiera, con un trabajo de 8 a 5 como el de un vulgar peón, vuelve a su casa cada noche y se acuesta temprano. Es un vecino silencioso, que saca la basura regularmente, que retira las hojas secas caidas y que saluda a todos los vecinos cuando baja del autobús a la vuelta del trabajo.

Pero los sábados su rutina varía, y como muchos otros miembros de su vecindad, realiza esos trabajos de limpieza y acondicionamiento del jardín y el huerto. Otras personas optan por lavar el coche, por limpiar los cristales o reparar la verja del patio, ese tipo de cosas cotidianas y poco llamativas.

Y los domingos, mientras algunos deciden sacar de paseo al perro muy temprano, hacer algo de deporte, llevar a la familia de excursión, o incluso ir a misa, hay quien se toma un día de relax o simplemente continúa con sus tareas domésticas, evadiéndose de la rutina diaria, inmerso en las pequeñas necesidades del hogar, reparando un grifo o tal vez una puerta desvencijada o tendiéndo largas coladas al sol.

Ese vecino al que miraba de vez en cuando, como un chiquillo malicioso, era tan común y rutinario que siempre despertó mi curiosidad. Me preguntaba a donde le llevaría esa vida tan monótona y solitaria, sin una persona con quien compartir la casa, ni siquiera tenía un perro o cualquier otra cosa animada, aparte de una radio, casi tan vieja como él. Le observaba mientras escarvaba en el jardín, desde la ventana de mi cuarto, en esas mañanas de domingo, en que me encerraban en mi habitación con el objetivo de incentivar mi estudio, cosa que tal vez no era del todo probechosa.

Observando esa actividad, llegué a establecer una pauta que siempre se repetía, era una macabra sospecha que atormentaba mi cabeza, algo con lo que me obsesioné en ese año de mi último curso, en que me pasaba el tiempo en busca de conspiraciones y estraños sucesos, tratando de huir de los estudios, de los exámenes y de los suspensos que iban a recluirme en mi casa todo el verano. Y mis sospechas fueron fundadas, tras un largo espionage, un seguimiento agotador, al fin, supe que mi vecino oculataba un terrible secreto.

Todos los domingos por la mañana se levantaba temprano y antes incluso del desayuno, salía al jardín y en la parte trasera, donde la tierra siempre ers removida periódicamnente, hacía un agujero profundo y depositaba un paquete envuelto en periódicos. Unas veces en paquete era mayor que otras, pero siempre lo hacía. Llegué a pensar que tarde o temprano se quedaría sin suelo suficiente como para cubrir con tierra sus oscuros botines.

Y finalmente, decidí hacer un seguimiento más próximo y definitivo. Desde el sábado hasta el domingo, me pasé 24 horas de vigilia, observando entre las sombras al tipo corriente de la casa de al lado, que enterraba cosas en el jardín los domingos al alba.

El sábado por la tarde, aquel hombre siempre paseaba por las afueras de la ciudad, hasta altas horas de la noche, y regresaba con una bolsa grande, que goteaba. Así que ese día me asomé al cristal de su cocina, y mirando por la ventana descubrí el contenido de aquel saco, que una vez volcado sobre la mesa solo dejó caer un montón de ratas de río.

No puedo imaginar mi cara en aquel instante, presa de la decepción, supongo, al descubrir la magnitud del crimen.

El hombre las desolló con meticulosidad y pulcritud, las despedazó, y las colocó en una cazuela. Despues de guisarlas, separó las cabezas y las colocó sobre unos papeles de periódico, que envolvió, y al día siguiente, junto con otros restos del festín, dio tierra entre las plantas del jardín.

Así, los huesos, depositados en la tierra, alejaban de las eventuales curiosidades que pudieran despertar entre la basura doméstica semejantes restos.

Supongo que en el fondo, todo es lo que parece.

quinta-feira, 22 de novembro de 2007

musalide


Musalide es una chica del norte, nació en el norte del país, viajó al norte de una isla, y tiene su propio norte muy al norte . Ella es de esas personas que con sus enormes ojos azules recoge miles de imágenes en sus retinas, las almacena y cuando habla de ellas, todos los que escuchan las reciben en sus cabezas. Normalmente habla poco, pero cuando lo hace, vale la pena haberlo esperado, y en sus relatos encuentras grandes acontecimientos, lugares mágicos o sencillas historias llenas de ella, de hermosura, de aire frío de glaciares.
Hace tiempo que no escribía, hace tanto que creo que hemos cambiado de estación dos veces, pero como donde ella está el clima va de otra manera, no creo que lo haya notado tanto como yo. Siempre me cuenta que está bien, que añora a los suyos y que pasa mucho frío, pero ahora algo ha cambiado su rutina, porque está llena de calor, de abrigo, porque ahora esas noches frías y largas del fiordo, están más llenas de vida y se hacen cortas, se colman de abrazos y besos y mas cosas que han conseguido endulzarle estos meses lejos de nosotros.

domingo, 28 de outubro de 2007

vista


Cuando cuente hasta tres, abrirás los ojos a un chasquido de mis dedos.

Yo estaré frente a ti, tengo el pelo moreno y los ojos azules, pero no lo notarás porque solo verás en ellos tu reflejo. Te mirarás en mi, acariciándote el pelo, retirándote el flequillo de la frente, y quizá un mechón de delante de la cara. Secarás esas lágrimas que empapan tus ojos, y sonreirás. No importa si no sabes por qué, porque solo sentirás que quieres hacerlo. Te darás la vuelta, mirando a estas personas que encontrarás de frente y observarás sus caras, la expectación en sus miradas, y les dedicarás unos instantes para que ellos también puedan verte. No temerás dirigirte a ellos porque vas a sentir el calor de su presencia enseguida. Levantarás la frente, respirando con profundidad, y al bajar la cabeza de nuevo, buscando a una persona de entre todas las caras, comenzarás a hablar como si esa fuese la única que escucha tu discurso. No pienses en lo que distraiga tu atención, olvida por que estamos aquí, que de tu boca solo salgan esos recuerdos felices que guardas en la memoria, esos que alegran tu cara y arrancan las sonrisas de los que escuchan, las anécdotas de una vida plena que recordareis siempre. Despide te como siempre lo has querido hacer, con una sonrisa, haciendo reír a los que te han querido, y pensando que aunque nadie pueda verte más, siempre guardarán esa última imagen de alegría en tus ojos.

Ahora contaré hasta tres.

sábado, 27 de outubro de 2007

Oído



En una ocasión, escuchando contar historias de la guerra, de la guerrilla, de mi amigo Fermín, que lo vivió en su propia piel, imaginé como debió de ser. Solíamos reunirnos a comer y compartir nuestras vidas, hablar de los hijos, los nietos, contarnos los achaques o arreglar el país, dos veces al año, una paella en el campo o un botillo en febrero.
Fermín solía hablar siempre de la vida que vivió fuera, en Francia, luego en Bélgica, casi nunca se le oía hablar de las calamidades de la guerra ni de su lucha por salir con la vida en un atillo por los Pirineos arriba. Pero ahora que perdía el oído, casi ciego por los años, se lamentaba de lo importante que le parecía dejar de oír el mundo, y a raíz de ese contratiempo de la edad se arrancó a contar lo que pasó en esos días que vivió tratando de cruzar la frontera y huir a Francia.
Entonces no tendría más de quince años, pero había luchado como un hombre en el frente, con sus hermanos y hermanas, su madre y su padre, todos defendieron los tres colores de la bandera hasta el final. Se perdieron por trincheras y contiendas en las que conocieron el horror, la derrota y finalmente la cárcel. De allí precisamente escapó Fermín, casi muerto, de camino al cementerio el carretero escuchó toser al muchacho, que casi se ahogaba en su propia sangre, que le rezumaba por la boca sin descanso. Aquel hombre lo dejó con cuidado en un rincón del cementerio, sin incluirlo en la lista de difuntos, y lo llevó a una casa cercana donde lo cuidaron entre dos ancianos, que lo mimaron con tanto esmero que sufrió al marchar.
Una camisa limpia un par de calcetines de lana y un pañuelo, envuelto en un lienzo de algodón que anudó dos veces y se echó a la espalda. Poco pesado su equipaje, ligero de carnes y con esperanza en la huida. No tuvo otras alternativas, ya habría muerto en la cárcel o en cualquier cuneta, así que siguiendo indicaciones de antiguos contrabandistas, se lanzó al monte.
La primera noche pasó enseguida y el día era arriesgado, se cobijó pues en una grutilla que encontró de camino. Allí pasó un día entero, a oscuras, en lo profundo de la cueva, y escuchó latir su corazón con fuerza, escuchó sus propios jadeos al sentirse descubierto, y sus suspiros al comprobar infundados sus temores, oía caer un goteo incesante desde el techo hacia un pequeño charco, y sentía un poco lejos, el curso del agua de un riachuelo. Pudo escuchar, durante horas, como se retorcían sus tripas ante el hambre canina que le encogía el vientre, pero no se movió ni un paso, no abrió los ojos mientras estuvo alli, pero lloró mucho. En aquel lugar oscuro, frío, húmedo en donde sentía su soledad y una inseguridad insoportable, imaginó su cuerpo tirado en una fosa junto a los amigos y compañeros de celda, muchos de ellos conocidos desde la cuna, y como se iría muriendo escuchando caer la tierra encima de su espalda, el golpeteo de la pala en el suelo y el sonido de su corazón parándose.
Pero mi amigo cruzó las montañas, oyendo los pasos hacia una vida en libertad, al menos sin miedos represivos, y pudo grabar en su memoria esas primeras palabras en francés que sonaron en sus oidos como música.
Fermín describía como nadie esos momentos que habían sido tan intensos, decisivos en su historia personal, y todos escuchábamos en silencio solemne, mientras alguien enjugaba una llantina o tragaba saliva, porque algo así duela aun hasta oído de boca de otro, más aún de un compañero.
(imagen tomada de www.pirineos.com)

domingo, 21 de outubro de 2007

EncadenaMeme: Esta será mi noche.



-Un miembro de mi banda nos ha dejado y necesitamos urgentemente un guitarrista. ¿Te vienes a la gira?
Realmente esa era la última frase que esperaba oír esta noche. Ha sido una absoluta locura, llena de cambios de planes, discusiones absurdas, subrealista incluso, y esta proposición solo ha hecho que enturbiar aun más mi ya repleta cabeza. Debo elegir en serio, es algo a lo que siempre quise dedicarme, la música, los conciertos, la vida en la carretera y los fans, el público en directo, esa emoción cada noche que es el mayor subidón de adrenalina al que podría engancharme. Pero por otro lado, mi familia, mis estudios y mis planes de trabajo. Estoy planeando formalizar mi relación, ¡casarme! -¡juro qué nunca pensé que diría esto!-. Tengo dos meses completitos, entre el final de la tesis, las propuestas de nuevos curros, mis padres presionándome con la boda...y claro está que no se si mi amor soportaría esta huida. Es mucho el tiempo invertido en esta relación, hemos pasado momentos muy complicados, y ahora que la cosa se encauza, creo que sería un error echarse atrás. Pero bien pensado, no sería echarse atrás sino hacer un receso, como un retraso, posponer los planes un tiempo corto, pero quizá cualquier plazo sea demasiado, porque creo que esa ilusión tiene fecha de caducidad.
Mis planes, los nuestros, los de mucha gente, tendrían que esperar que yo cumpliese uno de tantos sueños, mis propias ilusiones serían pospuestas, sometidas a un capricho, y llegado este momento de mi vida, no puedo perseguir sueños adolescentes si ello supone perder el respeto de los que más quiero y de quien más me quiere.
-Lo siento, tendrás que buscar otra persona, ese tren ya ha partido para mi. Gracias, siempre quise que me lo propusieran.




Esta es mi aportación a los EncadenaMemes, una serie de relatos que comienzan con la última frase del relato del blogger que lanza el reto. A mi me lo lanzó Iván, el blogodependiente, http://ivsu.blogspot.com/2007/10/encadenameme-alimentado-con-msica.html ,
y a quien le pueda interesar, puede seguir este juego o ver su evolución en su blog.
Siempre se agradecen estos gestos de originalidad...¿verdad?. ¡Qué lo disfruteis!