sábado, 31 de outubro de 2009

Flamenco

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El flamenco llegó a mí a través de una mujer, una de esas que no se te olvidan en toda la vida, aunque pasen muchos años después y las canas invadan hasta tu barba, y tus ojos se terminen escondiendo detrás de unas ridículas gafas de una pulgada, que se sostienen en la punta de tu nariz. Aunque hayan pasado más de cuarenta años, el flamenco me sigue mostrando cómo llegó a mi vida.

Maite estudiaba en mi facultad, éramos compañeros en algunas asignaturas, compañeros de eso que comparten pupitre en las aulas, se pasan delante y no se miran, y a veces coinciden en algún café después de las clases. Era una chica atractiva, por supuesto, pero no era de esas que llaman la atención detrás de unas tímidas gafas, en una ciudad fría de largos inviernos, en los que uno se cubre con gruesa lana, bufandas infinitas, abrigos de paño de apagados colores. No llamó mi atención en esos años de universidad. Pero Maite tenía una afición que casi todos desconocíamos, y supongo que era porque no nos conocíamos lo suficiente. Siempre mantuvimos un trato casi laboral, como con la mayoría de los compañeros de curso. Yo nunca he sido muy sociable y mis amigos no se contaban entre los muchachos y muchachas con los que compartía estudios, como tampoco se cuentan entre los de profesión. Mi gente siempre ha estado a mi lado, desde niños, cuando nos juntábamos por los callejones del barrio con nuestras bicis o nos escondíamos en el patio del colegio a fumar a hurtadillas. Mis amigos no han ido a la universidad, ni han estado en Londres, ni han compartido una pinta conmigo a la salida de un examen. Pero eso también es parte de mi vida, y aquellos con los que pasé esos años de juventud son los que regresan a mi memoria de vez en cuando, y me recuerdan cosas como estas, como el momento en que descubrí el flamenco.

Maite me descubrió ese duende, la sangre que ardía, las entrañas en vilo, el pecho que se desgarra y el llanto que asoma entre palmas y taconeos.

Una noche, habíamos quedado unos cuantos, para salir a tomar unas copas, pasar un rato de diversión todos juntos, unos de la facultad y otros de la residencia donde vivíamos. Y la verdad es que no recuerdo quien lo sugirió, pero alguien mencionó un espectáculo en vivo, cerca de donde solíamos quedar, algo de música y danza en directo, que siempre nos gustaba a los jóvenes intelectuales, que nos apuntábamos casi a cualquier cosa que pareciera creativa, y más por la noche, porque en realidad era salir de lo monótono del resto de los días. Me consta que con ese espíritu hicimos grandes hallazgos, que más tarde serían importantes figuras de la cultura, gente que vimos cómo comenzaban sus carreras en pequeños locales y luego recordábamos sus inicios al verlos en las grandes carteleras.

Así llegamos esa noche al Club del Callejón, un sitio pequeño, con muchas sillas de diferentes estilos, con mesas muy pequeñas y una barra casi escondida. En un extremo había un escenario, que más bien recuerdo como una tarima de madera, con una cortina en un lado y dos banquetas, un micro y un cajón flamenco. Aún no había comenzado el espectáculo y nos sentamos en una mesilla, en uno de los rincones libres, y pedimos unas bebidas. Creo que a alguien no le había hecho mucha gracia que fuésemos a ver flamenco, y a mí tampoco me emocionó demasiado, pero nos quedamos igualmente. Se apagaron las luces y se encendió un foco que iluminaba en escenario. Salieron dos mujeres y dos hombres, ellas se colocaron frente al micro y ellos en las banquetas, uno al cajón y el otro con una guitarra. Saludaron, se presentaron y anunciaron una seguiriya. Los instrumentos tocaron, las palmas, la voz atronadora de una de las mujeres, y un zapateo. De detrás del cortinaje salió una tercera mujer, menuda, con una larga melena rizada que le cubría el rostro, salía dando cortos pasos a la vez que zapateaba sobre el escenario, avanzando mientras su cuerpo acompañaba a sus pies, y su falda se agitaba y se despeinaban los flecos de un pañuelo que rodeaba su cintura. En el centro del escenario, de espaldas, abrió los brazos que llegaron caídos y en cruz comenzó a subirlos ondulando las manos como si se retorcieran sus dedos con el aire, y la espalda se abría y se cerraba y toda ella se ondulaba con las palmas y la guitarra, y el taconeo incesante, hasta que erguidos sobre su cabeza giraron el cuerpo de la mujer y rodearon una y otra vez el aire que la rodeaba, y entre giros y palmas, estremecieron al público que asistimos al lamento de la canción y al embrujo del baile. Para la música, ella se detiene y el resto del mundo se paraliza unos segundos y arranca fervoroso en aplausos después. Luego una rumba y otro baile que desgarró el escenario, y una sevillana después, y un bolero, y unas alegrías, y una soleá. Y cuando el sudor empapaba su blusa y toda la piel que asomaba, la actuación termina y los músicos saludan y ella se adelanta mientras dicen su nombre, Maite “la Perla”, y se retira el pelo sobre un hombro y sonríe y saluda. Y todos vimos que era ella. Era la Perla, claro, era casi de nácar, y preciosa. Supongo que mantuvimos la respiración muchos, sino todos, antes de decir nada o mirarnos buscando una respuesta afirmativa a todo ese asombro que se instaló en nuestras caras. Esa misma noche me enamoré del flamenco, de la música y de esa mujer que bailaba entre el humo del local y el reflejo del foco. Sentí desgarrarse su piel, y cómo desnudaba su alma en cada movimiento, como se contorsionaban sus manos y la expresión de sus pasos, el golpeteo en el suelo, verla viviendo cada sonido y a cada paso meciéndose con la música y las palmas y las voces, ni siquiera puedo describir lo que caló en mi esa noche.

El flamenco existía mucho antes de que yo viese bailar a la Perla, pero ella me lo descubrió, ella trasmitió el sentimiento de la música, nos mostró cómo se ve el flamenco. Y yo ya no lo he olvidado nunca, porque como suele decirse, el primer amor nunca se olvida.


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