sábado, 18 de junho de 2011


El tiempo es algo terrible, algo que pasa por encima de cualquiera, de cada uno, de todos. El tiempo camina y en la memoria deja pequeñas huellas, señales de cada encuentro, imágenes de todos los lugares y de todas las sonrisas que me han devuelto, olores de los tesoros culinarios que pasaron frente a mi boca abierta, sabor de los exóticos manjares que para mi prepararon manos expertas, y de día en día incluso me abordan momentos apasionantes que fueron acompañando mi andadura por estos años.
He recordado, últimamente, los largos paseos a la orilla del mar. A la orilla de muchos mares, donde he podido caminar por las playas más oscuras y heladas, o mares verdosos y evocadores del más absoluto romanticismo idílico, por espumas de olas embravecidas, por cristalinas aguas de coral vivas y de belleza infinita, por las tristes aguas de los mares exhaustos de humanidad, incluso he contemplado los despojos de sus gigantes, arrojados a la orilla como testigo de la vileza del progreso y la explotación, y me ha estremecido sentimientos de ira y venganza por la crueldad de mi especie con las criaturas más hermosas del líquido elemento, con otros seres humanos que también cruzan nadando mares y océanos.
El ser humano, que nunca pone límites a sus divagaciones, que no tiene pudor al incidir los campos que en otro tiempo se reservaban a las divinidades, que en sus imprudencias insiste en pervertir la poca inocencia que nos resta, últimamente pretende crear recuerdos en la cabeza del ciudadano mísero y fútil, de aquel que en sus años de existencia no haya podido atesorar esos momentos dignos de archivarse en algún rincón del que después quieran rescatarlos. La miseria humana y su estupidez, no tienen límites, no conocen fronteras, no hay nadie que encauce sus pasos por muy lejos que vayan y por muchas líneas que traspasen, estamos totalmente descontrolados.
Me siento con suerte, con esos recuerdos propios y la capacidad de valorarlos y despreciar a quien intenta manipular una vez más a los demás para someter su voluntad, superados los yugos religiosos, el consumo es ahora el Dios de los pobres mortales, que rendidos a la monotonía y la rutina ahora son tentados a comprar vidas y pasados.

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