Apoyado en la barra del mugriento bar de la calle Platerías, Krahe se sentía abatido. Una sonrisa se difuminaba en sus labios, un cigarrillo se consumía entre sus dedos y él miraba como el humo huía hacia el infinito, justo donde iban a parar sus pensamientos.
Aún tenía en la cabeza ese sonido, repetitivo, esa sensación ácida, como de algo que quema en el estómago, o quizá una corazonada. Otras veces, tantas ya, que ni siquiera sería capaz de enumerar una parte, se había sentido de manera parecida. No llegaba a ser un sentimiento de culpa, pero la edad está debilitándolo.
El camarero, un tipo muy campechano, siempre, al ponerle un vaso con tequila, como de costumbre, lo acompañaba y luego le ponía otro. Ese si era un buen trago. El tequila tiene ese sabor, ese calor, que se siente mejor en compañía. Por eso siempre volvía al mismo bar después de un trabajo terminado. Quizá todo el mundo lo supiera, si alguien quería buscarlo al final de la jornada, ese era el punto de encuentro. No se lo había planteado, pero que un desconocido le buscase para un trabajito en ese sitio, quizá antaño le habría hecho sospechar, pero ahora ya no reparaba en esos detalles. La edad también le había vuelto confiado, descuidado incluso, ya no se preocupaba por los detalles, por cuidarse las espaldas como había hecho años atrás. Por eso de vez en cuando sentía su fin tan cerca, quizás por eso mismo le sobrevenía esa angustia, los sudores, las pesadillas, el dolor de cabeza, el ardor en las entrañas.
Otro síntoma del avance de la edad, un avance muy por delante del que le gustaría, era la necesidad de mear. Pasarse por el retrete cada hora, era habitual, pero a fin de cuentas era para lo único que le la sacaba. Y siguiendo esa llamada, y haciéndole un gesto al barman para rellenar su vaso, se va al servicio. Se sabría cual es la puerta de aquel apestoso agujero, solo por el hedor que desprende, una mezcla de amoniaco y mierda.
Pero al volver algo olía aun peor. No había ni un alma en aquel lugar, ni el camarero, ni los borrachos, nadie. Qué podría haber pasado en ese minuto. Quizás alguien había pedido al personal un poco de intimidad. Todos, en ese mundillo, sabían cuando las cosas se ponen feas y hay que evaporarse por la puerta de atrás y sin hacer ruido ni preguntas. Por lo visto alguien había entrado con esa pinta. Pero en el local no se veía a nadie. Y entonces apareció una sombra detrás de una columna, dejando salir un chorro de humo de su boca, con una voz ronca, le saludó. Krahe ya sabía que aquello iba a llegar tarde o temprano, en este negocio siempre se acaba así, entre sombras, la gente se va en silencio, discretamente, en una bolsa de plástico.
Y antes de poder pensarlo siquiera, sintió un dolor agudo en medio de la barriga, una punzada, y se miró. Una empuñadura negra sobresalía de su camisa, y algo empapaba toda su ropa, rezumando de la herida, la sangre brotaba, y el dolor se extendía hacia arriba. Con una mano sujetando el cuchillo sintió como se le escurría la vida entre los dedos, como se escapaba y el dolor lo invadía. Perdió las fuerzas, calló de rodillas, apenas podía respirar, en cada movimiento el dolor aumentaba aun más. Y cayó, cayó completamente, empezó a oír su corazón, escuchaba los latidos más lentos, más lejos, y no podía pensar en nada, solo en aquel dolor que empezaba a alejarse, y el frío, un frío helado invadiéndole. Ya no oía nada, solo sentía sueño, frió, y se paró.
Allí tendido, en el suelo de un sucio local terminó sus días Krahe. Yo me enteré tiempo después, no me sorprendió. Es lo habitual, la gente muere, y al final ni te sorprendes, solo piensas en lo qué faltará para ser uno de ellos, cuándo te tocará a ti, cómo lo harán contigo.
Aún tenía en la cabeza ese sonido, repetitivo, esa sensación ácida, como de algo que quema en el estómago, o quizá una corazonada. Otras veces, tantas ya, que ni siquiera sería capaz de enumerar una parte, se había sentido de manera parecida. No llegaba a ser un sentimiento de culpa, pero la edad está debilitándolo.
El camarero, un tipo muy campechano, siempre, al ponerle un vaso con tequila, como de costumbre, lo acompañaba y luego le ponía otro. Ese si era un buen trago. El tequila tiene ese sabor, ese calor, que se siente mejor en compañía. Por eso siempre volvía al mismo bar después de un trabajo terminado. Quizá todo el mundo lo supiera, si alguien quería buscarlo al final de la jornada, ese era el punto de encuentro. No se lo había planteado, pero que un desconocido le buscase para un trabajito en ese sitio, quizá antaño le habría hecho sospechar, pero ahora ya no reparaba en esos detalles. La edad también le había vuelto confiado, descuidado incluso, ya no se preocupaba por los detalles, por cuidarse las espaldas como había hecho años atrás. Por eso de vez en cuando sentía su fin tan cerca, quizás por eso mismo le sobrevenía esa angustia, los sudores, las pesadillas, el dolor de cabeza, el ardor en las entrañas.
Otro síntoma del avance de la edad, un avance muy por delante del que le gustaría, era la necesidad de mear. Pasarse por el retrete cada hora, era habitual, pero a fin de cuentas era para lo único que le la sacaba. Y siguiendo esa llamada, y haciéndole un gesto al barman para rellenar su vaso, se va al servicio. Se sabría cual es la puerta de aquel apestoso agujero, solo por el hedor que desprende, una mezcla de amoniaco y mierda.
Pero al volver algo olía aun peor. No había ni un alma en aquel lugar, ni el camarero, ni los borrachos, nadie. Qué podría haber pasado en ese minuto. Quizás alguien había pedido al personal un poco de intimidad. Todos, en ese mundillo, sabían cuando las cosas se ponen feas y hay que evaporarse por la puerta de atrás y sin hacer ruido ni preguntas. Por lo visto alguien había entrado con esa pinta. Pero en el local no se veía a nadie. Y entonces apareció una sombra detrás de una columna, dejando salir un chorro de humo de su boca, con una voz ronca, le saludó. Krahe ya sabía que aquello iba a llegar tarde o temprano, en este negocio siempre se acaba así, entre sombras, la gente se va en silencio, discretamente, en una bolsa de plástico.
Y antes de poder pensarlo siquiera, sintió un dolor agudo en medio de la barriga, una punzada, y se miró. Una empuñadura negra sobresalía de su camisa, y algo empapaba toda su ropa, rezumando de la herida, la sangre brotaba, y el dolor se extendía hacia arriba. Con una mano sujetando el cuchillo sintió como se le escurría la vida entre los dedos, como se escapaba y el dolor lo invadía. Perdió las fuerzas, calló de rodillas, apenas podía respirar, en cada movimiento el dolor aumentaba aun más. Y cayó, cayó completamente, empezó a oír su corazón, escuchaba los latidos más lentos, más lejos, y no podía pensar en nada, solo en aquel dolor que empezaba a alejarse, y el frío, un frío helado invadiéndole. Ya no oía nada, solo sentía sueño, frió, y se paró.
Allí tendido, en el suelo de un sucio local terminó sus días Krahe. Yo me enteré tiempo después, no me sorprendió. Es lo habitual, la gente muere, y al final ni te sorprendes, solo piensas en lo qué faltará para ser uno de ellos, cuándo te tocará a ti, cómo lo harán contigo.
2 comentários:
¡Dios, qué miedo! Me lo voy a pensar dos veces antes de volver al húmedo... Claro, si estando cerca de la calle "Matasiete", estaba claro que por allí no podía pasar nada bueno.
Por cierto, ¿por qué Krahe?
Qué bueno volver a leerte, que no decaiga.
Y muy chulas las imágenes lisboetas.
gracias.
explorando por la red encontre una imagen, se titulaba "Krahe", y me inspiró esa historia, me lo imaginé más visual, como unas escenas de una peli, pero el resultado es lo que has leido.
pasate cuando quieras, por el blog y por évora, lisboa...
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